Carles Canals

Con los pies por delante

La magia y la generosidad

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Recibo con cierta regularidad amuletos diversos: algunos amigos lejanos y conocidos próximos me obsequian con pulseritas de Lourdes o collares tibetanos o cualquier objeto más o menos extraordinario del que esperan me proporcione alivio. Nada tarda mi escepticismo castrense, tan poco aficionado a las fantasías, en recordar que Bernadette Soubirous murió dolorida por las llagas que las aguas de su cueva no cerraron jamás, que a los monjes tibetanos las baratijas mágicas no les sirven para burlar al ejército popular, que los hechiceros africanos, brasileños o haitianos viven en países hambrientos y sin piedad, que las pirámides nunca ayudaron a sus arquitectos a la hora de bajar la barrera por defunción del dueño. Aseguran los magos y adivinos que el ‘don’ no pueden aplicarlo sobre ellos mismos, lo que parece explicar que ningún augur del que tengamos constancia se haya forrado jugando a la bonoloto, al bacarrá o a la brisca. Qué oportuno.

Pero los años me han hecho amansar el frío con el que antes respondía a estas supercherías. Donde antes veía sólo la oportunidad para una burla o un sarcasmo hirientes, hoy me admira el afecto que se esconde tras el obsequio. Hacen falta una enorme generosidad y una voluntad arrolladora para desprenderse de un objeto mágico cuando de veras se cree en sus virtudes. Lo he recordado hoy al recibir el colgante de una conocida alemana, Andrea, quien llevó ese mismo talismán durante todo el tiempo que le llevó a la terapia librarle de un cáncer de mama. Ahora vuelve a su país, cansada, derrotada por el tratamiento y sin ganas de volver a descubrir España. Aunque jamás llegamos a ser amigos, Pepi y yo simpatizamos rápidamente con Andrea y su marido; nos gustaba pararnos en la calle para contarnos bobadas y concertar luego visitas en las que compartir vino y quesos, aunque rara vez la cita llegara a ser más que una manera educada de abrirnos puertas y señalar simpatía y afinidad. Posiblemente por esta razón, mientras escribo, tengo a mi lado el dije que no llegaré a llevar jamás.

La magia existe, pero no es más que el gesto con el que damos la bienvenida a alguien en nuestras vidas, la expresión de un buen deseo, una demostración de afecto desprendido.

Written by Carles Canals

19 marzo, 2011 at 2:10

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Dando vueltas en la cama

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Lo inesperado tiene la rara manía de suceder. En Barcelona, el equipo del Vall d’Hebron ha empezado a experimentar un tratamiento al que tal vez pueda acogerme; espero la llamada del hospital para concertar una visita y presentar la solicitud correspondiente. Ahora mismo sé poco o nada sobre la nueva terapia, que sólo ahora empieza a ser probada en personas, aunque al parecer está emparentada con la segunda que recibí aquí, en Palma. No la recuerdo con gusto: además de haberse demostrado inútil, su toxicidad resultaba alta y desagradable en extremo. Sufría náuseas, debilidad y un fuerte malestar; perdía el vello corporal y la piel mostraba las huellas del veneno en forma de violentas erupciones en la cabeza y el torso. Ni que decir tiene que estoy más que dispuesto a pasar otra vez por ello si a cambio el combinado médico logra frenar el crecimiento de los tumores, poco importa por cuánto tiempo.

Pero con una voz firme que me sorprende, Pepi me pregunta si de veras quiero seguir ese tratamiento. Desde luego, nadie como ella se ha dado cuenta de cuánto me va a costar la renuncia a ese cierto equilibrio que ahora mismo había alcanzado: los calmantes, cada vez más fuertes -una vez más, el médico ha vuelto a subirme las dosis para aplacar las molestias-, me proporcionan una paz frágil y poco duradera, que sin embargo me basta para saludar a la muerte sin aspavientos; y si bien la decadencia física y mental son evidentes, también se producen con suficiente lentitud como para permitirme aceptarlas según se van perfilando en mi avance hacia ese horizonte blanco frente al que he llegado a vivir sin temor. ¿Sabría renunciar a ello a cambio de una esperanza débil que puede empeorar mis condiciones de vida con facilidad?

Me digo que tal vez no se trate aquí de esperanza o fe en la medicina, sino de paciencia. Aun en el caso de que la terapia sólo sirva para robarme unas semanas o unos meses de bienestar -un bien muy preciado en este momento-, no debo menospreciar la simple posibilidad de arañarle un jirón de piel a la vida. Tengo unos días para pensar en ello, mientras espero que los médicos me informen con detalle del tratamiento y la toxicidad esperada. Hoy dormir vuelve a resultarme difícil, pero esta vez no es el dolor lo que me agita.

Written by Carles Canals

16 marzo, 2011 at 4:06

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Más cansancio, más drogas

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La visita al oncólogo me confirma que no cabe esperar un tratamiento en breve: a lo sumo, con mucha suerte, podría acceder a alguno que aún no haya sido probado con cuadrúpedos humanos, sólo con otros animales y en laboratorio. Me siento fatigado con solo pensar en semejante nuevo veneno, del que aún no se sabrán las dosis recomendables ni los efectos secundarios que pueda generar. Aun así, y como ya sabía, las probabilidades de que se esté desarrollando alguno en estos momentos son escasas. Pero desde luego me tranquiliza que el médico me asegure que aún no ha llegado el momento de lanzar la toalla: él seguirá buscando opciones, aunque sea por su propia cuenta, antes de derivarme a otros servicios. Que no me cierre la puerta es tal vez la única noticia verdaderamente reconfortante que he obtenido de la visita. De hecho, los tumores siguen creciendo al ritmo temido -uno en el hígado alcanza ya el tamaño de un huevo de codorniz o de una pelota de goma en la pantalla del ordenador- aunque sorprendentemente no parecen haber aumentado su número. A saber. En todo caso deberemos esperar a que el radiólogo prepare un informe detallado. Supongo que es humano sentir un cierto desinterés cansino por los detalles de la evolución de la enfermedad que conozco bien en mis propias carnes, pero quiero proponerme no ceder a esta desidia. Sigo teniendo preguntas que las visitas al médico no pueden responder en estos momentos.

El oncólogo me ha incrementado las dosis de opiáceos y ha añadido una especie de chupachups de fentanilo (¿cómo es que aún no se venden en las puertas de los colegios?) para superar los picos de dolor. Los resultados son desiguales. Este mismo mediodía, tras un agradable almuerzo con Román Piña y Miguel Dalmau en Santa Catalina, en el que -ahora lo sé- sólo mi verborrea podía denunciar el desasosiego que iba creciendo, he vuelto caminando a casa atormentado por los consabidos latigazos hasta caer en la cama entre gemiditos lamentables, arrepentido de haberme alejado tanto de mi barrio. Cada paso se me hacía más insoportable que el anterior, pero aún menos me veía capaz de encerrarme un taxi con la fiera despierta. Por suerte, Dalmau ha insistido en acompañarme pacientemente hasta el portal; conste aquí mi agradecimiento por su amabilidad y su buen tino en darme conversación para entretener los gritos de mis tripas maltrechas. A cuento de mis remedios contra el dolor físico y sus muy deliciosos efectos descritos sobre el sistema nervioso, hemos ido parloteando sobre drogas alucinógenas y los buenos y malos viajes que -según aseguramos- hemos visto en otros amigos. Luego, ya tumbado en la cama y con un nuevo chupachups en la boca, he comprobado sin sorpresa que el aumento de la dosis propiciaba la reaparición de las pequeñas pero curiosas alucinaciones táctiles y cenestésicas que ya he comentado en alguna entrada de estas páginas. Abrazado a Pepi en su siesta, no sentía su cuerpo querido sino mi propio abrazo, como si este se replegara sobre mi propio pecho; convencido más tarde de que mi mano derecha reposaba en mi sien izquierda, donde creía notarla con claridad, descubrí al moverla que en realidad siempre había estado sujetando mi mejilla derecha. También cerrar los ojos generaba la percepción de luminiscencias caleidoscópicas de amena contemplación. Por desgracia, toda esta diversión queda empañada por el hecho de que el dolor nunca llega a interrumpirse por completo. Puede ser más tolerable; puedo llegar a olvidarlo, pero más pronto o más tarde regresa con ganas de recuperar el tiempo perdido. Y, como ya descubrí con tristeza a los pocos días de iniciarme en las simpáticas consecuencias del fentanilo, las mismas alucinaciones son sólo pasajeras. ¡Con lo entretenidas que me resultan!

Me siento cansado, demasiado lento como para escribir con soltura y precisión. Seguro que sabréis perdonarme.

Written by Carles Canals

10 marzo, 2011 at 3:39

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Las enfermedades y sus nombres

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En vísperas de una nueva cita con el médico y demasiado dolorido como para dormir, además de escéptico en cuanto al valor de la información que pueda darme el galeno, recuerdo la simpática doctrina que Álvaro Cunqueiro consignaba en su Escola de Menciñeiros: «Tódalas doencias teñen un nome humán, que os médicos non saben; os médicos sábenlles ás doencias en xeneral un nome centífico, e por iso percisan dunha cencia pra curar, con menciñas centíficas. Pro a doencia concreta de Pedro Pérez, alias do Ferreiro, a quén de neno chamaban ‘Fol’ e ‘Baluga’, porque era regordo, canso e brando, i agora é, os seus corenta e cinco, un home avellentado e osudo, e anoxóu o touciño i o caldo de castañas, i houbo de casarse cunha fanegueira de montaña, pro outro máis punto birlóulle a moza, e Pedro foise á Arxentina, botóu alá uns anos e volvéu escaso de pesos, etc., tende os seus fíos, a doencia digo, dende o feito que tódolos seus devanceiros foron ferreiros no Vilar -os ferreiros cuspen moito; é o oficio no que máis se cuspe- deica as súas manteigas infantís, as fraquezas de agora, coa carteira valeira… Na illada terá una pedra ou duas, pro ten ademáis toda isa historia, a qué hai que dar un nome humán, e soio cando se lle atopa ise nome humán á doencia, saberase si Pedro Pérez, dito do Ferreiro, fito Fol, dito Baluga, poderá curar ou non.»

No deja de llamarme la atención que los médicos se afanen en reivindicar el abandono del nombre más humano o popular de mi enfermedad, el cáncer, y busquen en cambio términos muy científicos y específicos para las más de doscientas variedades conocidas de tumor: que si carcinoma o mioma, que si sarcoma o teratoma o nevus… ¡Será por eso que no atinan a curarme!

Más allá de la sonrisa, en realidad los oncólogos modernos parecen mostrarse acordes con la hipótesis del escritor; y le buscan a la enfermedad un nombre tan personal y específico como les resulta posible. Adenocarcinoma difuso de páncreas con nódulos de metástasis en hígado y pulmón es mucho más preciso y adecuado a mi caso que el cáncer, la enfermedad maldita que todo campesino, abogado y cosmonauta saben incurable. Otra cosa es, desde luego, que pudiera existir un nombre secreto para la dolencia de ese Carles que tras la odiosa adolescencia fue dando tumbos de un lugar a otro, de oficio en oficio y de mujer en mujer, desorientado; que en una mañana de resaca decidió que Cal·litos -como en Mallorca somos inevitablemente conocidos la mayoría de los Carles- había muerto y cambió su nombre por el de Manuel de España, rumbero y flamenco a quien un cambio súbito en la voz, hacia el registro de bajo profundo, le forzó a abandonar su temprana vocación de cantaor para dedicarse al chapeo periodístico; y que aún luego fue conocido como Arengadeta de Palma en la redacción de un diario catalanista mallorquín, hasta que asesó y contrajo matrimonio con una joven bella y formidable, y encontró nuevas pasiones en el montaje y la reparación de ordenadores personales y fue entonces cuando empezó a languidecer y a sentirse débil y a revolverse entre las sábanas… Ese nombre -más allá de «cantamañanas»- nadie me lo ha susurrado al oído para curarme.

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Para los que tengáis alguna dificultad en leer el precioso gallego de Cunqueiro, os dejo aquí una traducción improvisada y deficiente: “Todas las dolencias tienen un nombre humano, que los médicos no saben; los médicos saben de las dolencias en general un nombre científico, y por eso precisan de una ciencia para curar, con medicinas científicas. Pero la dolencia concreta de Pedro Pérez, alias del Herrero, a quien de niño llamaban «Odre» y «Bola de sebo», porque era regordo y blando, y ahora es, a sus cuarenta y cinco, un hombre avejentado y huesudo, y aborreció el  tocino y el caldo de castañas, e iba a casarse con una hacendada serrana, pero llegó otro más presto y le birló la moza, y Pedro se fue a la Argentina, echó allá unos años y volvió escaso de pesos, etc., tiende sus hilos, digo la enfermedad, del hecho que todos sus antepasados fueron herreros en el Vilar -los herreros escupen mucho; es el oficio en el que más se escupe- desde sus mantecas infantiles, hasta las flaquezas de ahora, con la cartera vacía… Aisladamente tendrá una piedra o dos, pero tiene además toda esa historia, a la que hay que dar un nombre humano, y sólo cuando se le encuentra ese nombre humano a la dolencia, se sabrá si Pedro Pérez, dicho del Herrero, dicho Odre, dicho Bola de sebo, podrá curar o no.»

Written by Carles Canals

8 marzo, 2011 at 5:05

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La bestia desayuna

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Las fiebres llegan puntuales a los diez días del último tratamiento. Tirito desasosegado y cualquier actividad mental se ve limitada por la lentitud y la torpeza, apenas suavizadas por el paracetamol que Galactus receta a los que ya no tenemos edad para el rock. Sólo que esta vez las fiebres no cesan, y con ellas vuelve el dolor, imparable: desde la boca del estómago, un animal encerrado golpea todo el vientre con miembros inmisericordes que se agitan y se retuercen buscando salir de la prisión que es la membrana del peritoneo. Paso los días en cama, abrazado a una almohada blanda, tratando de contener los latigazos mediante técnicas de relajación. A veces funcionan, pero pronto la fiera se revuelve y encuentra nuevos caminos. «Esto no es muerte», me digo con sorna. El humor no basta, porque dejo de responder al teléfono durante días enteros, y me siento incapaz de sentarme ante el ordenador para poner en orden los archivos y continuar este escrito, responder al correo o participar de ese delicioso mundo del ingenio y la comunicación que es el facebook bien entendido.

No me sorprende, por tanto, que las últimas analíticas confirmen que el tumor sigue creciendo voraz, inmune al veneno de la gemcitabina y el oxaliplatino. El especialista ha retirado el tratamiento -por lo menos dejaré de sentirme como un trapo sucio en una cuneta mojada-, y la última esperanza a la que se aferra mi hermana y médico es que en el centro de referencia dispongan de una terapia experimental. Como casi todas las esperanzas, esta me parece inservible: veo ilusorio que en los últimos dos meses algún equipo haya logrado avanzar en este sentido sin que mi oncólogo haya recibido notificación de ello; y aún en el caso de que existiera tal adelanto, entiendo que el cáncer ha de encontrarse ya demasiado extendido como para que aun una medicación más agresiva pueda adormecer a la bestia despierta. Han pasado ya demasiados meses desde que empezó a bostezar, sin que ninguna medicina haya logrado entorpecerle el desayuno de café con leche y croissants en mi páncreas.

Queda por conocer el avance exacto del tumor, puesto que los análisis sólo dejan constancia de que sigue creciendo. La tomografía axial computerizada (qué bonito, sabio y reconfortante suena eso, en vez del familiar pero frío TAC) despejará las dudas. Mientras tanto, el doctor deberá darme algunas respuestas. No se trata tanto de saber cuánto tiempo me queda -ni siquiera estoy seguro de que esa información me resulte útil, ya que hasta ahora he superado tres fechas límite: los tres meses, los seis, el año- como de conocer con exactitud sus planes. Los del médico, claro está: los del cáncer saltan a la vista. Si son mantenerme en consulta o si va a lanzar la toalla y derivarme a las curas paliativas (eufemismo odioso). Si decide desahuciarme, espero que se me permita recibir atención ambulatoria. Un acto tan íntimo como la muerte no debiera dejarse al ajetreo de los hospitales si no es por estricta necesidad. Pero si lo único que voy a precisar son los deliciosos sedantes, espero poder disfrutarlos en compañía de Pepi y de mis gatos, el orondo Tiberi y el cariñosísimo Gamera. Espero poder sentarme ante este ordenador sin sentir ante mí las miradas de compañeros de habitación, de familiares bienintencionados, de enfermeras atareadas, de médicos reunidos en secretos cónclaves. Espero arañar el piano, ver una buena película mala en nítido blue-ray con envolvente sonido PCM o DTS 5.1, leer algún libro abandonado, pintar miniaturas, fascinarme con un videojuego, recibir visitas y abandonarlas con un saludo para volver a la cama cuando me canse o soltarme pedos cuando me vengan ganas. Espero intimidad, que es una de las formas más deseables que adopta la dignidad.

He de poner también en orden unas pocas instrucciones sobre mi muerte. He tratado de aclarar en numerosas ocasiones que rechazo cualquier forma de auxilio religioso en vida y que, en consecuencia, tampoco deseo el oficio de funerales. Pero en el momento de escribir esto, mi madre ya ha pedido y celebrado una misa por mí, aun sin conocer el avance exacto de la enfermedad, que le hemos suavizado para no atormentarla aún más. Me siento confundido entre el sincero afecto filial, que se conmueve, y la no menos sincera repugnancia que me produce pensar que en una iglesia se haya pronunciado mi nombre ante perfectos desconocidos. No me cabe la menor duda que se ignorará mi voluntad en cuanto a las cuestiones religiosas. Pero también debo dar instrucciones a quienes me apoyarían en esta justa vindicación para que no generen una división más en el seno familiar. Tal vez deberé llegar a algún acuerdo con un sacerdote comprensivo al que no indigne representar la mascarada de unos últimos sacramentos falsarios. Los funerales los sé ineludibles, y por esto deberé dejar constancia del único texto sagrado que valoro con sinceridad, el Eclesiastés. Si algo se ha de leer en las exequias, que sea el hermoso capítulo 9 de ese libro, que ahora cito según los Padres de Salamanca: 9:2 Todo a todos sucede de la misma manera: una misma suerte es la que corren el justo y el impío, el bueno y el malo, el puro y el impuro, el que sacrifica y el que no ofrece sacrificios; como el hombre de bien, el malhechor; como el que jura, el que aborrece el juramento. 9:3 Este mal hay entre todo cuanto existe bajo el sol: que sea una misma suerte la de todos y que el corazón de los hijos de los hombres esté lleno de mal y de enloquecimiento durante la vida; y luego la muerte. ¿Y quién es exceptuado? 9:4 Mientras uno vive hay esperanza, que mejor es perro vivo que león muerto; 9:5 pues los vivos saben que han de morir; mas el muerto nada sabe y ya no espera recompensa, habiéndose perdido ya su memoria. 9:6 Amor, odio, envidia, para ellos ya todo se acabó; no toman ya parte alguna en lo que sucede bajo el sol.

Incluso estaría dispuesto a añadir la conclusión del autor a estas palabras directas y sinceras, para no dejar la habitación tan sombría: 9:7 Ve, come alegremente de tu pan y bebe tu vino con alegre corazón, pues que se agrada Dios en tus buenas obras. 9:8 Vístete en todo tiempo de blancas vestidura y no falte el ungüento sobre tu cabeza. 9:9 Goza de la vida con tu amada compañera todos los días de la fugaz vida que Dios te da bajo el sol, porque esa es tu parte en esta vida entre los trabajos que padeces debajo del sol. 9:10 Cuanto tu mano pueda hacer, hazlo alegremente, porque no hay en el sepulcro adonde vas ni obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría. ¡Si tan sólo fuera posible que por una vez el cura se ciñera al guión!

Me inquietan los ritos fúnebres porque preveo que serán motivo de conflicto, y para nada quisiera desatar una guerra de convicciones entre mi familia frente al fiambre puesto ahí, fresco o churruscado (puestos a ello, prefiero la segunda opción, que parece más sugerente desde el punto de vista gastronómico; pero eso sólo depende de las economías; ¿qué importancia puede tener, en realidad, ser comido por gusanillos o pasar directamente al reciclaje?). Pero hay muchas más cosas, claro está. No las consignaré aquí porque forman parte de la burocracia doméstica o de la modestísima herencia que puedo dejar a un puñado de personas queridas.

Mientras tanto, ese blanco sobre blanco en el que me adentro va creciendo y perfilándose con mayor claridad, conforme la bestia acaba su desayuno y pasa al almuerzo. No es tan arduo ni difícil, como veis.

Written by Carles Canals

3 marzo, 2011 at 0:36

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Blanco sobre blanco

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Ni pilates ni saunas nórdicas, ni jogging ni footing ni zarandajas: para adelgazar no hay nada como un buen cáncer. Cada pocas semanas he de abrir un nuevo agujero en el cinturón a fin de evitar escenas embarazosas en el vecindario más un presumible final de escena en comisaría, dada la cercanía de una muy poblada escuela infantil a mi domicilio. ¡Quién sabe lo que creerían ver esos ojillos desorbitados!

No es esta  la única ventaja de un bonito tumor. La gente se vuelve más permisiva con nuestras rarezas y estupideces; y aun parece que las mujeres hermosas nos busquen como quien selecciona la fruta más madura del cesto, antes de que sus carnes acaben por aflojarse y la piel pierda su color. No nos faltan besos ni abrazos ni quien escuche nuestras monsergas. Los chistes más lamentables son celebrados y aun memorizados, tal vez porque nuestros deudos se afanan en hacerse con un puñado de recuerdos gratos.

Cierto que los dolores reaparecen, profundos e intensos; que el estómago se resiente de la sobremedicación y las interminables horas de insomnio llegan a resultar irritantes, así como desconcertante la sucesión de días febriles, de sueño en sueño sin recordar nada. Pero, como bien se preguntaba Cunqueiro, ¿no tiene pena de la vida quien en la larga noche no sepa decirse un cuento?

Me voy vaciando, y de alguna manera cada paso que doy hacia ese blanco definitivo me parece más sencillo y cómodo que el anterior. Ojalá pudiera compartir esa sencillez, la única que se me resiste en este relato.

Written by Carles Canals

22 febrero, 2011 at 15:35

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Para sentirse muy chiquito

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¿Es que vivir es o ha sido una experiencia ingrata, como puedo haber dejado traslucir sin querer en la última entrada? Nada más lejos de mi intención. Aunque solo pudiera traer a la memoria los veranos jubilosos al sol o el olor de la leña en una mañana fría o el gusto del aceite y la sal sobre el pan recién tostado me sentiría honrado de haberlos conocido. La riqueza de las cosas sencillas no es únicamente un tópico manido para moralistas y estoicos. Pero la experiencia se llena además de vértigos. Recuerdo el nudo en el estómago en la Thomaskirche de Leipzig, visitada fugazmente gracias a un trasbordo aéreo demorado. Nevaba en las calles y mis ropas no eran adecuadas para esas temperaturas septentrionales: así llegué, como peregrino aterido, ante la tumba de Bach. El organero preparaba el instrumento para el concierto de la tarde, y yo trataba de identificar los breves pasajes que escuchaba. Pero la cabeza no quería jugar al Trivial Pursuit. Quería avanzar hacia la lápida que tenía ante ella, como si un solo paso hacia delante hubiera bastado para hacerla caer en el precipicio de la historia y salvar tres siglos de música asombrosa, «paz para el alma y sosiego para el espíritu» como los ansiados por aquel capitán Mertoun que erizaba mis pelusillas infantiles en la novela de Scott. Aún hoy puedo entretenerme con Schoemberg, saludar a Debussy o reconciliarme con Schumann, pero una y otra vez regreso a Bach: a lo abstracto y concreto, a lo que -como lo vida misma- nada significa ni puñetera falta que le hace. Sin momentos como aquel hoy me sentiría más flaco; para disfrutar de esos breves minutos habían sido necesarios años de aprendizaje, de escuchar y amar y sentir placer con la música… No, no podemos interpretar un árbol sin sus hojas, como tampoco podemos entender una hoja sin su árbol.

Ni siquiera vale la pena detenerse aquí en ese otro abismo que es el amor -carnal o espiritual, no sé si es legítimo distinguirlos-, el perfume de las salivas entremezcladas, la descarga eléctrica que recorre el espinazo, la sonrisa persistente en las caras relajadas. En fin, no me gusta hablar, escribir o leer sobre el amor, porque todo tiende a sonar barato y chapucero. Pero el deseo mismo -aun el que no ha sido correspondido o al que hemos renunciado- basta para comprender que una persona puede poner fin a sus días por temor o por sufrimiento, hastío o simple pena. Pero ¿por no haber conocido momentos felices? En la experiencia más triste asoma la grandeza, la riqueza incesante. Ante todo ello nos sentimos muy chicos, como ante la tumba de ese Bach al que querríamos saludar para decirle un simple «gracias».

Written by Carles Canals

14 febrero, 2011 at 3:17

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One of these things first

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Me abruma esta suerte de partes médicos que a diario repito, dulcemente obligado por amigos y familia. ¿Cómo me encuentro? ¿Ha vuelto a subirme la fiebre? ¿Los medicamentos contienen el dolor? ¿Cómo va la glucemia? ¿He conseguido dormir esta noche? ¿Me he convertido en el lector aburrido de una novela de intriga cuyo final intuyó mucho antes? Se me ocurre que empiezo a verme como el compañero necesario para esta enfermedad, o aun como la enfermedad misma: plano, hueco, un puñado de palabras garabateadas sobre la carpeta del médico, poco o nada. Y sin embargo, la memoria me advierte que nunca fui mucho más: lo atestiguan todas las falsas identidades que asumí con desgana.

Hoy advierto -en una conversación fragmentada con una amiga igualmente fragmentada- que pocas personas han tenido tantas oportunidades de rasgar su agenda y comenzar de nuevo en otros oficios, vidas y amistades. ¿Es justo juzgarme como la sucesión de inicios impostores que me han conducido a esta oquedad tan minúscula como penosa, esta brecha abierta entre la carne y la uña? Probablemente no. Pero ahí queda la marca encarnada, la herida enrojecida que señala el lugar donde fluye la sangre. Tal vez haya que abrir la llaga para encontrar lo que ahora echo en falta. O tal vez mis imposturas hayan sido las muletas que aprendieron a caminar sin la ayuda de un lisiado.

Pensando en estas bobadas me han rondado la cabeza versos desordenados de la canción cuyo título le he tomado prestado al  suicida ejemplar Nick Drake para este post: «Podría haber sido un marinero, podría haber sido un cocinero, podría haber sido una señal, podría haber sido un reloj, tan simple como un caldero, firme como una roca… Hubiera preferido ser cualquiera de esas cosas.»

Written by Carles Canals

9 febrero, 2011 at 0:15

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Un año leve de espera interminable

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Ha pasado ya un año desde que la piel amarillenta y los picores de ictericia pusieron a mi médico sobre alerta y ésta encargó los análisis que me llevaron al hospital. Allí las pruebas que dejaron en mi torso la sutil elegancia del monstruo de Frankenstein determinaron la que está siendo mi vida desde entonces. La sucesión de los días tomó entonces este sabor leve y agridulce que, por su constancia, me dificulta hilar recuerdos fiables de esta supervivencia. Cuanto más dudosa, más estable; cuanto más estable, más dudosa: sólo la cuenta de los analgésicos, cada vez más potentes, me permite formarme una idea clara del avance de mis tumores. Sé que es absurdo protestar por una muerte así, cuando cada día soy capaz de afeitarme, cuando me siento agobiado por las muestras de afecto de los que me rodean, cuando aún se me ofrece esperar que aparezca algún nuevo tratamiento experimental que frene esta agonía suave y blanda.

Claro está que se trata de una esperanza inútil, pero sé que ahí estará si alguna vez pierdo las fuerzas para mirar cara a cara a ese topo infame que me va minando bajo la piel. Por el momento, prefiero optar por lo práctico. Cuando no pueda seguir escribiendo -y cierto es que cada vez me resulta más difícil atinar las teclas- dictaré estas líneas a la máquina, que para eso se inventó el reconocimiento de voz. Mientras, seguiré ejercitando los dedos con miniaturas o un piano que me resisto a abandonar. ¡Me gusta tanto ese pensamiento entrecruzado que da el instrumento! Improvisar la más sencilla de las fugas es una deliciosa tortura para mi deficiente formación musical. Y aún acumulo proyectos sobre el escritorio -un manual de buenas costumbres para el uso de las nuevas tecnologías, continuar y tal vez concluir mis Historias Sagradas, Profanas y Paganas- y siento afortunadamente lejano el día en que logre acabar mis deberes como escolar de la vida, cerrar el cuaderno y dejar el bolígrafo en el cajón. Son actividades más modestas y livianas que asirme a una esperanza, pero me reconfortan más.

Cuando empecé a escribir este blog, no tenía una idea muy clara de quién podría aprovecharlo. Max Aub viene ahora en mi ayuda: «No escribí este diario con premeditación y menos con alevosía. […] El índice, las repeticiones, las faltas me las dieron las fallas de mi agenda.» Lúcido, como siempre, el escritor advierte: «Este que debiera ser un libro escrito para muchos no llegará a tanto, ni convencerá a nadie, tan desigual. ¿Por eso habría de callar? Jamás estuve tan inseguro frente a un manuscrito, no a mi obligación. […] Al fin y al cabo solo vivimos para con quienes convivimos; los demás, la inmensa mayoría, están fuera de nuestro radio de acción. Sabemos que existen, nos enteramos -mal- del quehacer de los más destacados, pero nos son ajenos. Sólo nos tocan, nos influyen, los que de una manera u otra -hay muchas- amamos, aun odiándolos o si llegamos a tanto, despreciamos. No se influye en quien no tiene afinidad con nosotros y menos en quien detenta un concepto distinto de la vida.»

Ha pasado un año ya, y esa primera bofetada a las estadísticas debiera resultarme alentadora. Si no es así, es porque los indicios acumulados a lo largo de estos meses apuntan a otro final, más próximo e ingrato. Pero al menos hoy tengo más claro a quienes van dedicadas estas páginas. Si tú -amiga o desconocido, pariente o esposa amante- te sientes ajeno a ellas, sabe que tú has creado la distancia que os separa.

Written by Carles Canals

4 febrero, 2011 at 5:48

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‘Adenocarcinoma’ produce menos angustia que ‘Administración’

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Algo más de tres meses y medio ha tardado la fragmentada cosa pública en aceptar mi derecho a la prestación económica solicitada y en determinar a quién le corresponde pagar esta única fuente de ingresos. Tres meses y medio de salario que -al parecer- recibiré uno de estos días. Por suerte para mí, una familia solícita ha cubierto de buen grado los huecos que el sueldo de mi mujer no ha podido llenar (¿cuándo se nos hizo tan fácil aceptar que un solo salario de oficio calificado no baste para dos personas?); y mi sufrido cuñado -Rafael Ramis, abogado y profesor universitario de derecho laboral- ha lidiado con las fieras ventanillas hasta obtener respuesta. Dado que la prestación es incompatible con cualquier otra fuente de ingresos laborales, ni siquiera he podido cobrar las breves colaboraciones que me han ido pidiendo diversos medios de comunicación. Esto es: las arcas públicas no me pagan la prestación, pero me advierten de que tampoco puedo percibir ingresos ocasionales sin perderla. No quiero ni acercarme a pensar en lo que le ocurriría a una persona que, encontrándose en mi situación, no hubiera tenido apoyo familiar y consejo técnico.

Quizás lo más ofensivo y desagradable de esta situación administrativa -llamémosla así, aunque se me agolpan en las teclas adjetivos menos nobles- ha sido el número infamante de citas, inspecciones y peticiones de documentación cruzadas al que sucesivamente me han ido sometiendo la inspección laboral del Servicio autonómico de Salud y de la Seguridad Social, sus correspondientes departamentos de solicitud de prestación más mutua laboral que, finalmente, deberá ocuparse de que cada mes yo reciba un salario. Las cotas de absurdo al que han ascendido estos departamentos merecen un necedario. Que un jefe de servicio remita el enfermo a otro departamento sin facilitarle la documentación que en la nueva instancia van a exigirle merece cuando menos un aplauso, ya que este papeleo es -al parecer- algo así como un estándar. Que un enfermo de cáncer en estado febril deba acudir a una amenazadora cita de la inspección médica de la Seguridad Social (1)  sólo para enterarse de que el acto médico ha sido anulado (2)  reclama una ovación cerrada, sobre todo si consideramos que el expediente remitido por la inspección médica del servicio autonómico pide -en pocas palabras- que me dejen en paz de una vez, que ya bastante entretenimiento y diversión tengo con mi adenocarcinoma y sus alegres metástasis como para ir dando tumbos por la alegre burocracia de esta fascinante y sinuosa carretera administrativa.

Sí, ¿qué le hubiera pasado a otra persona, una cualquiera, sin los apoyos con los que yo he contado?

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(1) Una carta certificada advierte en negritas que, en caso de que el paciente no se presente  a la hora señalada o justifique la ausencia, perderá todo derecho a la prestación.

(2) Sin que nadie haya tenido a bien informar al paciente, claro está. Ni cartita ni aviso telefónico, en esta ocasión.

Written by Carles Canals

28 enero, 2011 at 18:07

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