Carles Canals

Con los pies por delante

Experiencias místicas, ¿por qué no?

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La cosa empieza con el regreso del dolor: y había olvidado ya hasta qué punto podía resultar intenso. Tras despachar al bueno de Nando Zanoguera -que dedicaba su única noche en Palma a visitarme, pobrecillo-, vuelvo a doblarme sobre el estómago, a temblar sin control. Al fin, exasperado, trato de relajarme en la cama, con el vientre firmemente sujeto por las manos, mientras aguardo a que los analgésicos hagan su efecto. Las técnicas aprendidas cuando dejaba de fumar me resultan útiles en estos casos, y logro permanecer quieto bajo el embozo mientras me fuerzo a sentirme de cada vez más pesado, inmóvil, inerte. El tiempo también se detiene entonces -o tal vez no advierta yo una elipsis que lo mismo puede haber durado unos minutos como horas-, y me encuentro advirtiendo una dislocación entre consciencia y cuerpo. Sé que este sufre, pero yo soy incapaz de padecer con él esa misma dolencia. Como si el pensamiento se encontrara desdoblado a un centímetro del resto de mi ser -hueso, órgano, piel-, contemplo insensible el amasijo de nervios torturados que he dejado atrás en un momento que no sé precisar. Ataraxia o nirvana, cualquiera de estas palabras sirve para describir la insensibilidad honda, la indiferencia con que contemplo esta separación entre cuerpo y alma. Sin duda habréis reparado en que hasta ahora había evitado esa palabra -alma-, pero al fin y al cabo parece acertada para la ocasión, siempre sin perder de vista que lo descrito poco o nada tiene que ver con una experiencia religiosa. Eso sí, una vocecilla se pregunta si me estoy muriendo. Es posible. De cada vez la separación entre pensamiento y materia es mayor, como parece demostrar el hecho de que me resulte completamente igual morir o no. No siento nada -ni temor ni reverencia ni bienestar ni malestar ni paz ni desasosiego-, aunque sé que junto a mí esos mismos huesos, órganos y piel siguen pasando un mal trago.

Pepi interrumpe la ensoñación al entrar en el dormitorio, donde la luz sigue encendida. «Carlos, ¿te pasa algo?», pregunta con inquietud (luego me revelará que la expresión de mi cara la ha alarmado seriamente). «Nada, sólo que mi alma ha abandonado durante un rato mi cuerpo y se ha ido de farranía a Festival Park, donde ha dejado una deuda de 24.330 euros en un salón de máquinas recreativas antes de regresar; por cierto que se ha quejado del servicio de taxis», atino a decir con cierta dificultad, recurriendo a una vieja broma de Woody Allen. Por ahora, he salvado el tipo.

Apenas unas horas más tarde, con Pepi dormida al lado, vuelvo a experimentar la misma separación; y no será la última vez a lo largo de la noche. Ya de madrugada, sentados ante la estufa y compartiendo un descafeinado, le confesaré lo ocurrido. En realidad, no resulta del todo difícil encontrarle razones y causas. Como primera opción, se sabe que el fentanilo prescrito contra el dolor puede producir alucinaciones en los primeros días de tratamiento -doy gozosa fe de ello-, aunque este ya no pueda ser considerado el caso. Pero aun sin ser en absoluto un entendido en neurología, me digo que más probable es que el bloqueo de neurotransmisores pueda provocar que el córtex no sepa procesar la información  recogida por otras áreas del cerebro, lo cual explicaría la total falta de emociones, la sensación de otredad con que he distinguido entre el dolor corporal y mi ‘alma’. La sensación no es muy diferente de la que se describe en los psicópatas y su paradigmática ausencia de empatía o capacidad de comprender el dolor ajeno. Debo consultar esto con algún médico especialista. También cabe considerar, por descontado, la posibilidad de que verdaderamente estuviera muriéndome y el cuerpo hubiese liberado endorfinas y desconectado las alarmas del dolor, aunque esta opción aún parece más improbable cuando esta mañana me encuentro bastante bien y de buen humor, tras el primer episodio místico de mi vida; pero si fallecer se parece a lo que he vivido cuatro o cinco veces esta noche, debo decir que no está mal. Ni bien ni mal. Y no me molestaría decirle adiós a todo de una manera parecida, salvo por el hecho de que en mi alucinación no sentía tampoco necesidad de despedidas. ¡Qué cosas!

EDITO:  Un médico me confirma que los opiáceos son interpretados por el cuerpo como endorfinas, de manera que lo sucedido no se trata propiamente de un bloqueo de neurotransmisores sino de todo lo contrario, aunque el resultado final sea análogo: el cerebro no sabe interpretar la señal de alarma que es el dolor. Curioso, ¿verdad?

Written by Carles Canals

23 enero, 2011 at 10:48

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Sólo una buena memoria miente más que una buena encuesta

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Busco un rasgo que defina a Ana más allá de lo evidente, su risa gigantesca y franca. Resulta fácil: el más sencillo de los cómputos revela a muchísimas más  personas en deuda con ella que las que que pueden reivindicar haberla ayudado siquiera una en una ocasión. Su generosidad abulta más allá de los ojos encendidos con furia breve, de la densa maraña de idiotas con los que la he visto lidiar sin perder el alma entre zancadilla y zancadilla. Me escribe para decirme que entró en esta página creyendo que se encontraba ante un ejercicio literario y que, según avanzaba por lo escrito, hubo de empezar a «intentar no creer». Y ahí está: ya he acumulado una nueva deuda con la buena de Ana.

O dos, porque me gusta ese endiablado «intentar no creer».

Una parte considerable de nuestros días los consume ese esfuerzo. La ilusión de ser dueños de nuestro pasado nos conduce a «intentar no creer» que el cerebro amaña los recuerdos con total falta de respeto, no ya a los hechos recordados, sino a cualquier participación nuestra en ellos: bien exageramos la bondad de nuestras intervenciones, bien nos cebamos en vituperar nuestra torpeza de manera que, llegado el momento, al cerrar los ojos podamos revivir con sincero horror aquella lamentable falta de tacto con la que respondimos a las interesantísimas nuevas de nuestra amante, dado que nos importaban casi tanto como ella; a la cínica estupidez que disfrazamos entonces de ingenio; a la violencia que chirriaba en nuestro interior o a la miseria que exhibimos sin pudor.  Huelga decir que, si cotejamos estos recuerdos penosos, rara vez serán compartidos. Vaya, que se nos niega el alivio de saber que de veras nuestro comportamiento fue tan execrable como creíamos. Pero no: nuestra amante sonrió y aun elogió abiertamente las agudezas con las que fingimos haber interpretado sus palabras.

Sí,  pasamos largas horas «intentando no creer» en nosotros mismos. Quiero desarrollar más este concepto que ahora le robo a Ana, pero hoy me cuesta escribir más que de costumbre. Mañana editaré esta entrada, e intentaré no creer.

Written by Carles Canals

20 enero, 2011 at 3:05

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Indefensos

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Un paso breve por el quirófano -nada, el implante en una vena mayor de un un tubillo más un diafragma, llamados portacath, para facilitar la extracción de sangre  y la instalación de vías sin destrozar cada vez un vaso sanguíneo diferente-  me deja pensativo. Qué rápidamente nos acostumbramos a que maltraten nuestros cuerpos; con qué facilidad damos por natural e inevitable que nos perforen, nos corten, nos inyecten y nos cosan como si tal cosa, y nos vamos luego hacia nuestra casa, por nuestro propio pie y de buen humor. Porque -quede claro-  estos pensamientos no se dedican a la sencilla intervención que acaban de realizarme. Pienso más en ese infierno en que se ha convertido la vida laboral de la mayoría de personas que conozco en este país destrozado. Somos animalillos de laboratorio cuya resistencia y tolerancia es puesta a prueba, día tras día. Somos y estamos indefensos.

Written by Carles Canals

18 enero, 2011 at 7:17

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La devastación (con un coco en la mano)

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Estas circunstancias mías (bueno, en realidad se las he tenido que tomar prestadas a un tal señor Ortega, ¡soy tan pobre!) han propiciado la aparición de más personas desmoronadas en mi entorno. Por descontado, algunas de ellas tan sólo desean compartir momentos que saben ya serán irrepetibles; otras, ni mejores ni peores que las anteriores, se acercan con varios grados de sana curiosidad o con la rara ilusión de creer que juntar sus ruinas con las mías les permitirán edificar una nueva ciudad en la que aguantar, resistir un poco más el envite de «las malas cartas de esta timba que no se acaba nunca», como escribía con tanta gracia el bueno de Francisco Casavella (1) antes de que se le acabaran los naipes marcados.

Todo esto ha vuelto recurrente el recuerdo de uno de esos extraños momentos a los que podemos dar vueltas durante años sin llegar a entenderlos: Estoy al amanecer en una playa dominicana que una tormenta tropical ha devastado horas antes. Ante mí se extienden palmeras combadas o caídas, ramas, plásticos, objetos absurdos que la civilización ha querido imponer a un lugar en el que sobran hoteles, trabajadores y europeos gordos de vacaciones. El mar, aún agitado, muestra un feo color pardo. Y en medio de toda esta destrucción estoy yo, con un coco caído en la mano y expresión de estupor. Cualquier racha de viento despierta un temor hondo en lo más profundo del vientre. Y ahora qué, me pregunto. Qué hace este imbécil pálido y miope, embutido en un ridículo bañador gastado, en medio de un paisaje que no es el suyo, con un coco en la mano, como si esperara encontrar el punto adecuado para depositarlo y empezar a reconstruir un mundo arrasado en medio de la tierra muerta.

Han pasado los años (¿seis?, ¿siete?, ¿más?) y sigo sin tener una respuesta para ese «y ahora qué». Pero tal vez he empezado a intuir que no existe o, con más precisión, que no es asunto mío. Nada tengo que hacer con ese coco superviviente. No fui yo quien escogió levantar un pretencioso complejo hotelero de lujo en una playa azotada por los huracanes del Caribe, para mayor diversión de cincuentones putañeros y descerebrados que bailan la bachata con camareras prostituidas y beben Tequila Sunrises en un país donde los salarios están por debajo del nivel de vida, en hoteles donde los trabajadores deben llevar fiambreras con pobres verduras cultivadas en huertos improvisados junto a los arcenes de las carreteras porque los patronos no están dispuestos a malgastar la comida de sus clientes en vulgares peones. No fui yo quien llamó al huracán. Y tal vez -sólo tal vez- cuanto se agitaba ante mí no eran los restos de la devastación, sino el estado natural de las cosas. Sólo el estado natural de las cosas.

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(1) El Triunfo, 1990.

Written by Carles Canals

15 enero, 2011 at 15:31

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Dulcísimos narcóticos

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Si estos días alguien me ve por la calle, puede pensar que me hallo bajo la influencia de las drogas. Acertará.

Por fin un simple apósito -no muy diferente de aquellos célebres parches Sor Virginia, de tanto predicamento en mi niñez y ahora en la Frikipedia- ha cortado todo indicio de dolor. Ahora bien, la etiqueta médica subraya que se trata de un narcótico potente y -qué demonios- lo bastante agradable como para devolverme el buen humor perdido durante los últimos días en cama con fiebre, malestar y ese infame dolor continuo que se expandía desde la boca del estómago hasta todo el vientre, hasta el alma, los hígados y los hipocondrios, para volverme un cretino desmañado e incapaz de pensar en otra cosa que en la misma enfermedad y en cómo la vivo, minuto a minuto. En esas horas negruzcas, la lengua se detenía y se trababa al articular «que acabe ya», no sé si por temor a ser escuchado por Pepi o por miedo a verme obligado a tomar una determinación que, por descontado, en el fondo no deseo. Sigo siendo un payaso atontado, pero sucede que tampoco he llegado a encontrar una mejor definición para mí. Un buen cretino desmañado.

Juan Pablo Caja me recuerda una frase gloriosa que atribuye a Keith Richards: » Yo nunca he tenido problemas con las drogas; los he tenido con la policía» (1). Ahora mismo, el guitarrista ese me parece un infeliz, porque yo estoy a salvo del departamento de Narcóticos. Mi medicación es legal y la Comunitat Autònoma de les Illes Balears sufraga la mayor parte de la receta. ¡Ah, qué grandes y elevados sentimientos de gratitud despierta en mí el sistema público de Salud!

Tal vez con esta felicidad artificial retomo ahora con ganas proyectos tan frívolos como descubrir el alma de los ordenadores, pintar miniaturas o poner en orden este mismo blog.  Pero ¿qué importancia tiene que mi bienestar se sustente en la química? Los científicos ya han destripado bastante en lo que va de siglo los rudimentos del comportamiento y el sentir humano como para que el adjetivo ‘artificial’  pierda sus connotaciones peyorativas, si es que alguna le quedaba desde el célebre ensayo de Baudelaire. (2)

Sigo siendo un cretino desmañado, pero al menos no me duele tanto.

 

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(1) La cita no aclara si su famosa caída desde la copa de un cocotero guarda relación con los narcóticos, con la policía, con ambos o con ninguno de los dos.

(2) Los paraísos artificiales, claro está.

Written by Carles Canals

14 enero, 2011 at 0:14

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Adiós muchachas, compañeras de mi vida…

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He empezado a despedirme de algunas personas. Tal vez pueda antojarse prematuro, pero me produce cierta angustia ser recordado como un guiñapo aún más lastimoso de lo que soy ahora mismo, en estas  noches insomnes. Sin mucha sorpresa, por otra parte, la mayoría de estos adioses se dedica a mujeres con las que perdí o abandoné el contacto. A unas pocas las busco ahora por haberlas amado con ternura; a otras, por no haberlo hecho cuando supe que tenía la oportunidad. Finalmente,  en uno o dos casos, por sentir que no fui bueno ni honrado con ellas. Y si bien no espero perdón por mis años cínicos, no dejo de sentirme aliviado cuando soy recibido con una sonrisa.

-Esto tiene algo de Paul Auster -me ha dicho Isabel, aunque yo pienso más en aquel Wittgenstein que llamaba a la puerta de sus ex alumnos para solicitar una redención que nunca podía llegar.  Pero no voy a discutir los detalles de estos encuentros. En cualquier caso, me siento reconfortado. ¿Tendrían razón los antiguos, y sólo la memoria que dejamos de nosotros justifica nuestra vida? Preferiría pensar que sólo nuestra vida justifica la vida, pero no estoy en condiciones de escoger.

Written by Carles Canals

12 enero, 2011 at 23:31

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Sinsentido e insensibilidad

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Provoca una gran tristeza acariciar a la mujer amada y no sentir su piel.

Un buen amigo que ahora acaba de sufrir el rebrote de un tumor cerebral solía recordar su terapia como un maltrato extremo al cuerpo ante el cual sólo cabía una respuesta positiva: recordar que «me está curando.»  En mi caso, voy por la tercera terapia -en realidad, una repetición de la primera, dado que la segunda no dio resultado alguno-, consistente en la inoculación de Gemcitabina y Oxaliplatino, dos compuestos tóxicos que irritan las venas,  provocan una fatiga extrema, dejan diversas neuropatías más enojosas que preocupantes -cualquier contacto con el frío provoca calambres en manos, pies y boca, que además pierden la capacidad de reconocer texturas- y, en suma, menguan todas las habilidades físicas del paciente.

Puede parecer frívolo, pero estos efectos secundarios son los que, junto al dolor, más me acercan a la tentación de encogerme de hombros y acabar por romper la baraja, escupir al mundo aquello de ‘todo lo demás es silencio’ y callar al fin. Me veo obligado a renunciar al piano, la guitarra o cualquier otro instrumento musical porque los dedos no reconocen su posición ni su fuerza sobre  las teclas o las cuerdas. Las tazas y los vasos caen de las manos, incapaces de valorar la presión que ejercen sobre los objetos. El mismo hecho de escribir supone un ejercicio de corrección continuada, puesto que teclear una palabra como «manzana» puede dar el simpático resultado de «,am<ana» o alguna otra secuencia tan ininteligible como los resultados electorales de este país embotado, epítome de la mansedumbre. Con frecuencia soy incapaz de saber si he pulsado o no un interruptor. Pronto, según avance esta quimioterapia, volveré a perder el equilibrio al caminar a oscuras, porque mis pies no sabrán decirme en qué posición se encuentran. Las sensaciones de la piel se reducirán a dos: una aguda aspereza -pasar la mano por la barba y acariciar agujas son indiscernibles- o un desagradable tacto de corcho rugoso.

Sin embargo, lo cómico de las situaciones acaba por devolverme el buen humor. Verme gatear por un pasillo hacia el cuarto de baño o destruir -literalmente- todas las tazas de café de la casa en unos pocos días me resulta más gracioso que humillante.

Mi hermana y médico me ha facilitado ahora un fármaco que supuestamente mitigará estos efectos neurológicos indeseados. Sin embargo, es evidente que tarde o temprano deberé tomar una decisión difícil: si la química no está deteniendo el avance del tumor -y el dolor creciente parece avalar esta posibilidad, no se debe olvidar que el cáncer de páncreas se cuenta entre los menos sensibles al tratamiento-, deberé plantearme la renuncia definitiva a la cosa rara esta que es vivir antes que seguir intoxicando el cuerpo con terapias agresivas que para nada favorecen el bienestar. Durante el anterior tratamiento llegué a tomar veintidós pastillas y cápsulas diarias, más diversas inyecciones de insulina. ¿Qué sistema gástrico puede resistir esa barbaridad? Al fin he ido abandonando todos los medicamentos salvo los calmantes.

En realidad, todo este quejido se resume en el primer párrafo del escrito. Es muy triste acariciar a una persona amada y no reconocer el tacto de su piel.

Written by Carles Canals

9 enero, 2011 at 5:01

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Otra noche sin dormir

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El peor momento diario llega al entrar en la cama. El dolor se dispara sin que los calmantes parezcan hacer efecto alguno, y tras algunas horas de duermevela inquieto y gimoteos, acabo por abandonar el intento de dormir. Sujetar el vientre alivia la sensación insoportable, pero al cabo de unos instantes ya se ha olvidado la mejora breve. Vuelvo a sentarme frente al ordenador, con el cuerpo encorvado hacia delante -la única postura que permite controlar el daño-, hasta que el cansancio es demasiado grande como para seguir despierto. La cabeza aturdida recurre a imágenes más o menos truculentas: derrames estomacales, peritonitis, escenas de quirófano. No hay nada más. La irritación constante no favorece la elaboración de pensamientos trascendentes, elevados o ingeniosos. Alcanzo a lamentar que mis vueltas y quejidos incomoden el descanso de Pepi, mi mujer, pero ni siquiera así soy capaz de plantearme marchar a otra cama: de manera egoísta, busco su compañía, que de algún modo me reconforta. Qué miserable me siento entonces.

Written by Carles Canals

6 enero, 2011 at 5:42

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El argumento de la obra

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«Envejecer, morir, es todo el argumento de la obra.» Mucho antes de saberme enfermo había hecho mío el famoso verso de Jaime Gil. Creía saber que las ansias son vanas, que la esperanza es hueca, que sólo cabe rozar momentos sencillos, suaves y felices y abandonarlos en la memoria -nunca atesorarlos- para luego, quién sabe si en una noche fría, sentirse reconfortado por el recuerdo del último sol de septiembre sobre la piel desnuda en Llucalcari, o por la mano que acarició inadvertidamente la nuestra cuando buscaba un cigarrillo; o sentir un inofensivo orgullo por la renuncia que alguna vez ennobleció nuestra codicia hinchada y tumefacta. Transcurrir como el tiempo, con el tiempo, por el tiempo. No tengo un gran legado que dejar a quienes leéis estos párrafos. Si se me permite remedar la salmodia bíblica, el afligido no encontrará consuelo, el arrepentido no entreverá la redención. Pero ¿quién sabe? Estas mismas verdades sencillas y ásperas han limado mi desprecio por cuanto afeaba mi mundo chico. Y si bien me rehuyen las ilusiones, tampoco guardo ira o desesperanza. Morir nada tiene de trágico, terrible o triste. Puede conmovernos, pero aun esto puede ser bello y luminoso.

Written by Carles Canals

28 diciembre, 2010 at 4:28

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«No voy a dejar que la muerte me amargue la vida»

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Dejemoslo claro desde ahora: soy profundamente ateo. Jamás he vislumbrado o me ha herido un atisbo de divinidad, ni la he necesitado para sentirme más seguro o reconfortado con la promesa de un bienestar que suceda al dolor. No he ansiado conocer lo que los metafísicos llamaron la causa última. Esta sucesión incoherente de azares, causas, efectos, imponderables, leyes y excepciones no precisa de creador alguno o, con más propiedad, no necesita los planes de un Gran Arquitecto. Pero aunque esta última apreciación parezca acercarme a los agnósticos, mi respuesta intuitiva a la posibilidad de un dios sigue siendo invariable: «No.»

Por extraño que pueda parecer, ese mismo ateísmo me ha hecho sentir un vivo interés por las religiones. Todas son excelentes. Animan al ser humano, lo fortalecen en la miseria, le prometen el consuelo de la trascendencia o, cuando menos, de una finalidad para su existencia. Las iglesias, gerentes de ese don impagable, se comportan como cualquier otro gobierno. Parchean los textos que ellos mismos llaman sagrados, improvisan normas demenciales o recurren a su hermetismo para favorecer ora una interpretación benévola pero castradora, ora una que conduzca a la más salvaje de las guerras; en general, procuran inculcar en las personas el convencimiento de su pequeñez irrisoria ante la majestad del Gran Proyecto. Aún así, es seguro que sin iglesia no hay religión. Y me siento tan enternecido como agradecido, desde luego, por quienes desde sus convicciones han orado por mi supervivencia o por la salvación de mi alma. He sentido una cierta melancolía agridulce al saber que varias personas rezan a diario un rosario por mí; que un compañero de oficio, Javier Alonso, me ha incluido en sus ruegos al visitar la cueva de Lourdes.

Con estos pensamientos, no sé temer a la muerte. Puede darme rabia abandonar el dulce hábito de respirar; pero morir o saberme condenado a una muerte a corto plazo no me aterra ni me supone una verdadera conmoción, tras haber superado otras agonías en vida. Los muchos vicios adquiridos desde la adolescencia me han llevado a orinar y vomitar sangre, a sentir cuchilladas en el pecho cada vez que tosía; me he arrancado muelas en la ducha con la sola ayuda de los dedos; he escrito artículos enteros con la vista borrosa y la sensación de que de un momento a otro iba a perder el conocimiento. No pretendo presumir de dureza: sólo advertir de que estoy familiarizado con el dolor.  Acaso por ello, sólo temo que la muerte sea aún más penosa. Pero sé que existen una gran cantidad de calmantes y narcóticos a mi disposición, además de ese último favor enorme que nos hace el cuerpo, cuando llega el momento, al liberar una cantidad impensable de endorfinas.

Por el momento, dispongo de autonomía y de cierto bienestar. Y diez meses después de haber recibido mi diagnóstico, mantengo el lema con que respondía invariablemente a los amigos que se preocupaban por mí tras saber mi enfermedad: No voy a dejar que la muerte me amargue la vida.

Written by Carles Canals

27 diciembre, 2010 at 19:02

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